miércoles, 13 de agosto de 2014

Algo pa recordar a nuestro Rio Bravo querido…

El Fogón
De pistoleros y lectores
José Angel Solorio Martinez
            La zona de tolerancia de Nuevo Progreso, Tamaulipas en los años 80s era un grande e internacional parque de diversiones. Situada a unos 900 metros al noroeste del poblado y del Puente internacional, albergaba a toda una comunidad que vivía del sexo servicio y de sus actividades periféricas. Entre hetairas, taxistas, meseros, afanadores, lavaplatos, cantineros, esa placentera actividad daba empleo y sustento a más de 300 gentes.
           Era, sin eufemismos una compacta aldea de placer.
           Ante el pudor de los ricos del pueblo, las pirujas habían sido enviadas a ese sitio para dar paso a un explosivo comercio que siempre se avergonzó de las mujeres, pero no de su dinero que circulaba a pasto en el Poblado. La zona, o Las Flores, como se le conocía la formaban decenas de ticuruches al más viejo estilo gringo: de madera, con su porche y sus puertas de vaivén. Las construcciones se levantaban mágicamente en medio de un cerrado monte de mezquites y ébanos. Algunos negocios, parecían no tener pudor: mandaban al respetable a miar al aire libre.   Era una catarsis: orinar a un lado de los árboles y viendo la luna moverse tras las nubes; o las nubes, moverse frente a la luna (que casi es lo mismo).
           El primer paso que daba uno al entrar a cualquier cantina, hacia crujir la madera bajo las botas. El Palmas era el sitio más concurrido y famoso. Quizá por las damas que parecían sacadas de algún póster; quizá por el ambiente de fascinación que creaban la horda de pistoleros, contrabandistas, policías y pateros que ahí se reunía a beber y a gastar dólares de procedencia lícita e ilícita.
           Pocas veces se rompía el equilibrio entre esa abigarrada fauna. El pistolero famoso, con el brazo sobre los hombros de su chica, tenía un ojo en el gato y otro en el garabato: no perdía de vista ni a su acompañante ni a su vecino, que era el temido contrabandista que hacía lo propio: veía de soslayo al pistolero famoso sin dejar de atender a su dama.
           Y más allá, en otra mesa el respetado patero. Igual: acariciando a la mujer y atento a su alrededor.
           Siempre me llamó la atención esa forma de convivir. Todos en un espacio no mayor a los 90 metros cuadrados. Armados. Con mucho güisqui consumido. El fara fara, iba y venía entre las mesas. Nadie hacía un solo comentario ofensivo. Aparentemente unos, no existían para los otros.
           Un día le pregunté a mi amigo, el pistolero famoso:
           -¿Oye, porqué hay tanta paz en este lugar si todos traen con qué y son de mecha muy corta..?
           Sonrió.
            Peinó con la palma de la mano su abultado bigote.
           Y me ilustró:
            -Por el respeto.
           Un diciembre como pocas veces, se rompió la armonía. Alguien, seguramente ajeno al código de socialización de El Palmas se equivocó. No recuerdo si el infractor se llevó una golpiza o unos balazos. Pero algo cosechó.
           Higinio Treviño fue aprehendido por la Policía Judicial, a raíz de ese acontecimiento. Fue recluido en el Penal de Río Bravo. Lo visité varias veces en compañía de Ángel Guerra. Fumábamos, platicábamos y nos despedíamos.
          Tras cerrar la información de El Bravo, periódico para el cual trabajábamos, le dije a Guerra:
          -Oye…como ves si le llevo a Higinio unos libros?
           “Buena idea. A Higinio le gusta la lectura”, me comentó.
          Le llevé uno de Juan Rulfo y otro de Máximo Gorki: Pedro Páramo y La Madre.
          Casi dos años después, me encontré a Higinio frente a Súper Ofertas Guajardo. Llevaba a un pequeño de un año de la mano.
            -Es mi hijo-, me dijo.
            -¿Y cómo se llama..?-, cuestioné sólo por decir algo.
           Orgulloso, con una mirada fulgurante de vida, me dijo:
           -Pável. Se llama, Pável…


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