El Fogón
De pistoleros y
lectores
José Angel Solorio
Martinez
La zona de tolerancia de Nuevo Progreso, Tamaulipas en los años 80s era
un grande e internacional parque de diversiones. Situada a unos 900 metros al
noroeste del poblado y del Puente internacional, albergaba a toda una comunidad
que vivía del sexo servicio y de sus actividades periféricas. Entre hetairas,
taxistas, meseros, afanadores, lavaplatos, cantineros, esa placentera actividad
daba empleo y sustento a más de 300 gentes.
Era, sin eufemismos una compacta
aldea de placer.
Ante el pudor de los ricos del
pueblo, las pirujas habían sido enviadas a ese sitio para dar paso a un
explosivo comercio que siempre se avergonzó de las mujeres, pero no de su
dinero que circulaba a pasto en el Poblado. La zona, o Las Flores, como se le
conocía la formaban decenas de ticuruches al más viejo estilo gringo: de
madera, con su porche y sus puertas de vaivén. Las construcciones se levantaban
mágicamente en medio de un cerrado monte de mezquites y ébanos. Algunos
negocios, parecían no tener pudor: mandaban al respetable a miar al aire libre.
Era una catarsis: orinar a un lado de
los árboles y viendo la luna moverse tras las nubes; o las nubes, moverse
frente a la luna (que casi es lo mismo).
El primer paso que daba uno al
entrar a cualquier cantina, hacia crujir la madera bajo las botas. El Palmas
era el sitio más concurrido y famoso. Quizá por las damas que parecían sacadas
de algún póster; quizá por el ambiente de fascinación que creaban la horda de
pistoleros, contrabandistas, policías y pateros que ahí se reunía a beber y a
gastar dólares de procedencia lícita e ilícita.
Pocas veces se rompía el equilibrio
entre esa abigarrada fauna. El pistolero famoso, con el brazo sobre los hombros
de su chica, tenía un ojo en el gato y otro en el garabato: no perdía de vista
ni a su acompañante ni a su vecino, que era el temido contrabandista que hacía
lo propio: veía de soslayo al pistolero famoso sin dejar de atender a su dama.
Y más allá, en otra mesa el
respetado patero. Igual: acariciando a la mujer y atento a su alrededor.
Siempre me llamó la atención esa
forma de convivir. Todos en un espacio no mayor a los 90 metros cuadrados.
Armados. Con mucho güisqui consumido. El fara fara, iba y venía entre las
mesas. Nadie hacía un solo comentario ofensivo. Aparentemente unos, no existían
para los otros.
Un día le pregunté a mi amigo, el
pistolero famoso:
-¿Oye, porqué hay tanta paz en este
lugar si todos traen con qué y son de mecha muy corta..?
Sonrió.
Peinó con la palma de la mano su abultado
bigote.
Y me ilustró:
-Por el respeto.
Un diciembre como pocas veces, se rompió la
armonía. Alguien, seguramente ajeno al código de socialización de El Palmas se
equivocó. No recuerdo si el infractor se llevó una golpiza o unos balazos. Pero
algo cosechó.
Higinio Treviño fue aprehendido por
la Policía Judicial, a raíz de ese acontecimiento. Fue recluido en el Penal de
Río Bravo. Lo visité varias veces en compañía de Ángel Guerra. Fumábamos,
platicábamos y nos despedíamos.
Tras cerrar la información de El
Bravo, periódico para el cual trabajábamos, le dije a Guerra:
-Oye…como ves si le llevo a Higinio
unos libros?
“Buena idea. A Higinio le gusta la
lectura”, me comentó.
Le llevé uno de Juan Rulfo y otro de
Máximo Gorki: Pedro Páramo y La Madre.
Casi dos años después, me encontré a Higinio
frente a Súper Ofertas Guajardo. Llevaba a un pequeño de un año de la mano.
-Es mi hijo-, me dijo.
-¿Y cómo se llama..?-, cuestioné sólo por
decir algo.
Orgulloso, con una mirada fulgurante
de vida, me dijo:
-Pável. Se llama, Pável…
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