jueves, 14 de abril de 2016

Polvorín

La muerte y la desesperanza…
José Ángel Solorio Martínez
          He visto y recorrido, todos los infernales círculos de Dante. Desde Matamoros, a Nuevo Laredo. Y desde Río Bravo, hasta Tampico. Esos dos trayectos, son una gigantesca “T” de tragedia; ha sido, –y sigue siendo- una monumental cruz de sacrificios. Mi tempranero oficio –en Monterrey, antes de inscribirme en la Universidad, mi hermano me llevó a trabajar en una funeraria de su propiedad- apenas me sirvió para ver con cierta frialdad, pero con mucho dolor, el pecado capital –creo- de mayores penas: el despojo de la vida de un sujeto a manos de otra u otras, personas.
          Aquí no hay Beatriz que aminore los dolores con amores.
          Ni Beatriz, que incremente los amores con expiaciones.
          Son los infiernos y punto.
          Sobre esas vías pude ver cuerpos inertes, inánimes; vehículos incendiados, con despojos humanos aún humeantes; mujeres casi niñas, mutiladas y vejadas todavía sangrantes por el sitio en donde la anatomía de salón dicta que debería estar la cabeza; jóvenes, imberbes, lacerados y con tiros de gracia que les desprendieron la mitad de sus rostros; gringos asustados, hincados, sollozando, por el terror y la impotencia del atraco en despoblado.
          Vi y escuché, el crispante llanto de padres y madres de familia con niños en brazos y otros niños de la mano, jadeantes, a pleno sol y en parajes hostiles, mascando la hiel del miedo y transpirando odio -¿cómo pensar en poner la otra mejilla?- tras ser afectados por salteadores de caminos.
          Sentí el olor de la muerte y el sabor de la desesperanza.
          La muerte, apesta a víscera.
          La desesperanza, tiene un marcado sabor a hiel: amarga y un tanto nauseabunda. 
          He visto, la muerte más dolorosa. La muerte más lacerante: la muerte vaporosa, inasible. El luto permanente; el duelo interminable; el aullido eterno: el desaparecido.
          Pude ver, madres y padres llorar por sus hijos sin lágrimas, de las tantas que ya han derramado por ese pesar imperecedero.
          Como apestoso vaho sobre mi rostro, cayó la desgracia de ver la sangre de mi sangre, secada por el viento y el sol, en punzantes pedazos negros hostigados por estúpidas moscas en una primavera para olvidar. 
          Todo eso he visto.
          ¿Cuánto más durarán esos infiernos?..
          Nadie lo sabe.
          Lo único cierto, es que se está escribiendo una de las páginas más ominosas y siniestras de la historia del noreste mexicano. En cinco años de esa irracional violencia, se han perdido miles de tamaulipecos valiosos; se han ido al caño, miles de proyectos productivos; se han apagado, centenares de propuestas culturales y se han oscurecido todos los futuros.
          ¿Quién ganará la guerra?..
          Eso no importa.
          Ya ha perdido –y muchísimo-, la agredida y maltrecha sociedad civil norestense.
          ¿Podrán quebrar nuestra esperanza, esos inhumanos escenarios?..
          No lo creo.
          He visto, también, la determinación de los sanfernandenses para reconstruir sus vidas cotidianas y su bizarría para sanar las abiertas heridas. La irredenta actitud, de los fronterizos que bajo granizadas de plomo sostienen la bandera de la productividad y de la fe en un mejor porvenir. He convivido, con tampiqueños que con el bestial enemigo enfrente, insisten en atrincherarse en su ciudad y en sus negocios esperando ver la luz del nuevo día.
          Los gobiernos y los candidatos, poco aportan a la esperanza.
          Los únicos que pueden inyectar fe y confianza a nuestras convicciones son aquellos ciudadanos ultrajados, que a pesar de ello, insisten en la práctica de aquella conseja popular:
          -A Dios rogando…y con el mazo dando.


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